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Photo by Nuberrante |
Existen
correspondencias que nadie corresponde. La mía, ésta más expresamente, nunca
llegará a manos de quien le compete saber de mis dolores. Y es que despertar cada día con el duelo
marcado en la cara más que las sábanas arrugadas, se me ha convertido en un
castigo y en una ley misma. Todos los poemas que me desencadenaron los amores
ya no cumplen una función más allá que la de rellenar hojas en blanco o el
compromiso que tengo con el don y con el destino que al parecer es lo único que
merece un marco especial, porque nada más me lo ha permitido.
Si cierro los
ojos me queda la respuesta de una imagen lamentable, mi cuerpo debajo del suyo,
sus ojos cristalizados, olvidados por el placer de tener a alguien por amor. Él
es el demonio que llega a mi cada día, me dice con sus ronquidos que no tengo
salida, que ese vaivén de las hojas empujadas al viento tiene más ritmo que mis
latidos presos del llanto. A esa sexualidad que me deja siempre le restan los
hijos que jamás tendremos y la innegable sombra con la que viene a arroparme la
muerte.
Hoy puse un pie
fuera de la cama y el cuerpo se tambaleó con el absurdo peso de mis culpas,
mezcladas injustamente con las suyas. Este tipo existe y no es por desgracia
una alucinación. Existe con su corte de pelo y sus ademanes sin gracia, me tocó
el cuerpo, pero nunca el alma y aun así yo vagué por sus escondites, sus
trampas. Este tipo me hizo un hogar con leños mojados, me juro la dicha y con
ella barrió el frente de la casa. Y yo insistí en perdonar.
Esta luz de la
tarde da miedo, se parece al escupitajo de sus armas y yo me veo incapaz de
esquivarlas. Este miedo es una enorme grieta que me arroja al dolor. Tengo casi
27 años y ni por el sentido mismo de la evolución física yo he dejado de pensar
que los monstruos existen. El silencio es una sentencia imposible de admitir,
pero con la que he vivido y con la que cocino y con la que dialogo en la ducha,
tratando de conciliar a ver si ahora soy capaz de darte lo que ya no está en mí.
Sé que existe una
palabra que no sé decir, pero la siento, la imagino y la describo como cuando
espero que sus ojos, como siempre, le nieguen el agua a mis plantas. Los
imposibles me persiguen, vienen a cazarme, me vigilan cuando estoy siendo
imposible. Soy Ana sin canto libre, soy la solemne venta de un diamante, sin
egos por domar, pero con la llave perdida en el mar.
Vuelve la noche
imperial y no he llego a ser leyenda. Si hoy se acabara el mundo, vendrían los
ángeles por mí, arrojándome a cualquier nido donde yo no arruine tu lugar entre
el cuerpo y el mar. Desde esta terraza, condenada por los dioses, pierdo la voz
y gritan las láminas de metal cansadas de repetir las últimas sílabas que
dijiste al partir:
ESE OLOR, ANA.
ESE OLOR.
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