Afuera las aves
ya saben cantar tu nombre, me cuentan que te han visto salir de casa cada
mañana, que el sábado pasabas la tarde con tus amigos y que juegas bolos muy bien, que también celebras con abrazos esos pequeños triunfos y que estás
mucho mejor.
Las aves que en
mi ventana cantan tu nombre, dicen que ya casi no fumas, que tienes el pelo un
poco más largo y que a tus manos les falta un aroma, uno que tu memoria se esfuerza
en recordar, el de la vainilla con miel y una pizca de sal o el de la madrugada
saliendo del hotel.
Revolotean esas
aves sobre mi cabeza, se posan con sus plumas verdes y brillantes sobre mi
ansiedad y mi enloquecida mirada que se detiene en la banca del virrey, al frente
de las flores que no existían pero que saben que esa noche no nos logramos
desprender. Las aves visten hermoso, te hacen un tributo entre los azules de tu nombre
y los amarillos de tu voz, toman por su pico el agua de mi vientre y la llevan
hasta tu boca, que aún sin tenerme, te permiten saborearme.
Las aves chocan
contra el vidrio, me alertan sobre tu presencia, con susurros como latidos intermitentes
a través del teléfono, susurros que me muestran tu vida entera, tu rostro y tu
hogar, tu afán y tu destreza para invocarme… ahí me tienes por horas durmiendo
sobre esa imagen que ya no me pertenece, pero de la que hablan las aves y se ríen
entre ellas, porque al amor fallido lo único que lo alienta son las aves que lo
ven desvanecerse en las calles hechas para bifurcar pasos destinados a
juntarse.
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