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Del Volumen de Cartas

Photo by Ysrael Cornejo
Existe una razón por la que nacen las cartas, no se trata de su imprescindible elogio a las palabras, es que con ellas vienen las culpas, las disculpas y las necesidades, las ganas, el implacable trabajo de los sentidos que se echan a descansar sobre un papel, resistente a la ansiedad, a la locura, al dolor y la excitación. Esta, por ejemplo, no es una carta con pretensiones seductoras, esta es una carta que parte del acto definitivo, que a manera de rastro deja la piel sensible al tacto, los ojos prestos al llanto y los labios secos y anhelantes. Esta es la respuesta a la respuesta de nuestros cuerpos que se extrañan y a esta alma que le busca sin descanso.

Si yo contara los días sin usted no serían tantos, pero como esta relación está basada en hechos y no en cantidades, es más probable que yo piense en querer aniquilarme, pues extrañarle en las horas ha sido para mí el clima más imperceptible, la jornada menos elocuente, la cena más indulgente y la media noche con sismos sobre la superficie terrestre y de paso en mis manos.

Tiene usted razón en preguntarse sobre el atractivo de este tiempo ¿cómo es que no se agota y de forma absurda nos llama a dormir bajo el amparo de la impaciencia? Es que las consideraciones de Dios bajan del cielo como orquestas que nos interpretan, es difícil comprender su complejidad y variaciones, las escuchamos bajo la piel, las mismas músicas nos vuelan entre las sábanas y somos la pornografía de las palabras que se agitan, que se hacen más potentes si se enuncian susurradas.

Así fantaseamos en la idea de hogar, creemos que ese estado pleno de la filialidad, no vive bajo un techo, lo hacemos. Hacemos una casa con cada despertar, yo a su derecha cumpliendo con mi condición de mesías, de salvadora que abraza su regazo y se echa a llorar porque el mundo todo tiene miedo y porque de ese miedo nacieron las promesas que en un antes nos quebrantaron; la vieja loca de la que hablan sus amigos, el tipo que alguna vez con su puño firmó su nombre sobre mi rostro, las que le fueron infieles a sus esposos con usted y los que me amaron también amando a otras, a sus hijas y los hijos que ellos quisieron tener conmigo. Es este el entendimiento del que se cuestiona, pero que resulta lógico después de tantas caídas, del constante inconformismo, de la impaciencia y de nuestras plegarías en silencio… deseando encontrarnos.


En la falsedad del hombre que compite con otros, en ese espacio en el que el aire no desea tan siquiera colarse en aquellos poros bañados de vanidad, habita la paz de los dos, en esos lugares donde no caben los supuestos, baila nuestra comprensión, en el cielo que no define su pantone, pero que seduce entre lo frío y lo cálido, allí se abrazan nuestros pasos, nuestros incontrolables espíritus que juegan a ser de todas las tallas y vienen solos y van juntos. En todo espacio y en ninguno hay algo de nosotros, de ese nosotros que atravesó en un mismo flechazo los tiempos, sus tiempos, del pretérito imperfecto hasta el contrato indefinido de un perfecto futuro simple.

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