–Y luego, aunque no se lo he pedido, la llevaría al baño para hacérselo anal –Dijo el hombre desde las cuevas con su voz de lobo–.
–Sabes que soy tan tuya que puedes disponer de mí para cada escena –anotó
la dama, quitándose el abrigo desde el otro lado de la línea– sino qué sentido
tendría la sexualidad entre este par de humanos que son capaces de jugar a ser
bestias, que sin tenerse al lado se motivan tanto al punto de estrecharse las
almas y volverlas tan únicas que saben, se entienden, se presienten.
–¡Cuidado! –Dijo aquel hombre, con la pretensión de persuadir a la
tierna oveja–. Usted es esa clase de mujer de la que un hombre podría tomar
provecho.
–Si estoy equivocada, entonces me botaré a la hierba, para que las
aves de tus manos me esparzan los hilos de mi pelo sobre el borde del río,
donde los peces languidecen con las olas sucumbidas al viento –Susurró la dama
entonces sus palabras, imanes de placer–.
–Dime algo que pueda hacer por ti noble bruja –Exclamó el ingenuo
hombre esperando intimidarla–.
–Penétrame a puñaladas hasta las raíces, por mi nido hecho de lenguas,
de labios y estrechos, ven y clávame en la tierra, rompe mis rinconcitos de
porcelana y vuélveme a tejer.
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