Era impecable, tanto que yo no contrastaba con su figura, pero así con tanto error en cada prueba, estuvimos unidos por un tiempo difícil de medir. Era de los homofóbicos casi violentos, de los que cada viernes debía oler a lo que huelen los niños "perfectos", con él empece a desafiar mi rebeldía cotidiana, la que mi madre extrañaba cuando me escapa de la misa, llegaron los peinados, la ropa un poco más ajustada y los relojes. Ya no era yo y él no era nadie. No había forma de hablar porque lo único bueno era tocar lo que el tiempo se come con la amargura. Eramos jóvenes, yo valía los mismos 4 pesos de siempre y él seguía siendo el empaque perfecto de las sodas y los jarrones.
El tiempo nos hizo alegar, gritamos cuando el mundo solo era de los dos, anduvimos desnudos por toda la casa y fuimos padres, hicimos del cuerpo un sueño, pero su burla diaria hacía el destino lo hizo fracasar conmigo, lo odié, pensé en asesinarlo, lo miraba mientras dormía llena de penas, de luces, de anhelos, de supuestos. Él era lo mismo, solo que ya no había un lazo que nos mantuviera sujetos a nuestra compañía, él se iba por días y meses, la soledad me hacia de comer y la tentación de la muerte me llenaba la garganta de vinos amargos como pastillas.
Yo era fea cuando me sentaba a su lado y no porque él fuera un perfecto naufragio, sino que la rigidez de las oraciones eras las bromas más asquerosas de él con los suyos. Me mintió y yo le negué mi lucidez. Perdí el tiempo y mientras lo veía irse, era yo quien mantenía el equilibro de sus labores, su impecable ropa llena de odios y la manutención de su sexo que cada día era menos rígido y menos exacto.
Se fue un domingo a la noche, y me dí cuenta que ya no tenía aliento para escribir, él ya no era él. Su ropa era otra, su alma estaba alimentada por la mía, era lo más imperfecto para el mundo, no habitaba en él la misma manía de hacerse querer, estaba vestido de mi, su aroma no era ninguno porque llevaba en sus maletas los olores de una vida llena de infinita intimidad, locura, libertad. Habíamos cambiado de humor, su cara me recordaba los ojos lucidos de mi juventud, tenía las manos livianas y blancas, su sonrisa se expandía por el mundo como quien aprecia la cobardía del amor y para él todos eran almas sin género ni definición. Había habitado en mi todo este tiempo y apenas dejó en la casa su maldad de los días llenos de rabia por no poder quedarse en pleno descanso sobre mis piernas.
Al leer este blog... Me lleno de muchos recuerdos... Me identifica.
ResponderEliminarErika, la sensibilidad que dejan los días de soledad, nos pone en la difícil tarea de hablarle a un papel, la difícil y dura tarea de escribir una carta que jamás llegará a su destinatario.
EliminarCuanta razón, viuda!
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