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Ana y El Pacto

Photo by Nona Limmen
Mi cita, ¡nuestra cita! Esta vez en la primera banca de la capilla de Santa Teresa 13 calles debajo del nacimiento del río Arzobispo. Sábado a las cinco de la tarde. Nadie llega a esa hora, Jesucristo está solo, en hora y media empiezan las confesiones, por lo pronto un cuerpo blanco está expuesto y viene a redimirme. He hecho un pacto.

La banca cruje, cruje débil, vieja, como tu garganta cuando me llamaba por mi nombre de niña aquella mañana húmeda de campo. Dos meses atrás, desde el 28 de febrero, cada tarde, te esperaba tu mesa en el patio adornada con un mantel viejo de mi madre, mi miedo mientras tanto se escondía en la cocina, no te conocía y yo ya era tu esposa. Tu taza de té en leche para dormir o café si de pronto bajabas al pueblo a verte con Rodolfo, Leónidas, Magola y su amante, el arquitecto.

Adiós. Yo solitaria de nuevo, con un muro en frente y un espejo sucio donde te sacabas las canas. Mi gozo y la rabia, salían al bosque. Mi cuerpo dormía en casa, inútil por ahora, como los niños que no pueden si quiera nacer. Mi alma era de ese otro amado mío, gritando su nombre le invocaba, luego el abrazo y cerrar los ojos para ver arder en su nave.

–Traga sus lágrimas, muerde esa piel. Traga su fértil espíritu y ve por él–. Decía el diablo mientras me besaba y abandonaba su saliva en mis pechos.

De la oscura noche llegabas, con tu bigote rojizo de tabaco, con tus reclamos por no soportar tu vida, la mujer que elegiste y el licor barato que pudiste comprar. Yo mientras tanto te oía sollozar, te quitaba la ropa y en lugar de llevarte a la cama, te dejaba en tu silla y tu mesa, la mesa del patio, la mesa que a esa hora era fría, bañada en rocío. Divino cuerpo que sería mío, divina alma que me daría la calma con la que ahora reto a tu Dios.

–Maldita campesina ¿qué haces? ¡Llévame a dormir!
–Primero voy a comerte y luego te haré cadáver–. Dije como si dentro al ritmo de mis palpitaciones el mismo satanás quisiera chupar esa maldita verga.
–Estás loca y a veces me asustas.
–Es normal que sientas miedo de abrazarme, soy una niña, pero ahora tu mujer–. Y fui tomando entre mis manos su niño divino, con el que varias veces intentó someterme y que ahora yo iba a probar, a lamer, a chupar, a succionar.
­–¡Ana, qué mierda es esto! ¿Qué le ha pasado a tu pelo?, y tus ojos. ¡No me mires así! No me chupes, no sabes cómo, jamás me lo has hecho. ¡Ana, maldita niña escúchame!

Y mi cuerpo era más ligero, mi pelo crecía, cubría su cuerpo y se enredaba en la silla, entre la guerra de sus dedos que luchaban con dejarme ahí o apartar mis labios. Era un pacto entre mi duelo, mi entrega y mi lujuriosa yo de apenas 17 años.

–Eres muy señor, eres mi recién esposo y yo tengo los labios gruesos, tengo una lengua que clama al hombre, que sabe hablarle a tu cuerpo y lo hará líquido.
–Tu padre no me hablo de esto cuando te vendió. Y pensar que te desprecié por delgada… chupa zorrita, chupa y recibe la leche.
–¡Cállate MALDITO! –. Y seguí jadeante, seguí exaltada, seguí la orden de mi garganta que a cada instante crecía y se abrigaba a la textura de su leche.

Su leche amarga que sabía a sus besos de tabaco, pero era mía, era mi leche, era mi verga, era mía. Era mía porque estaba dentro de mí. Y posé mis muslos sobre su torre sostenida por sus manos gruesas, pero cortas, ajadas y viejas. Y mientras trataba de cavar en mi orificio, lo besé; lo besé con el sabor a él. Mi vagina era pequeña, era reducida, apretaba su verga y no la dejaba entrar. Mi esposo excitado me odió, odió mi cuerpo, odió mi vagina que al parecer lo odiaba a él.

–Inútil niña… abre más las piernas. No te resistas. Otra vez no lo harás, no me dejarás así.
–DUELE–. Dije exaltada.
–Pero no te duele pensar como puta, no te duele chupármela mientras al alba tu madre le reza a la Virgen. Eres una ridícula jugando a mandar en esta casa y ni sobre tu propia vagina tienes poder. Maldita cabrita. Háblale al dios con el que juegas en el bosque. Ya sé que eres una bruja, ya sé que solo a él le entregas tus entrañas-
–Cállate y no lo retes.
–¿Qué vas a hacerme?
–Voy a matarte, se lo prometí. Lo pactamos.

Y le volví a besar, bajé con mis labios por su cuello y mordí, pensé en un instante en continuar con el juego, pero mi mandíbula se aferró a su piel, luego a su carne, luego sentí el sabor de su sangre tibia tejiendo marcas por mi boca, mi garganta, mi vestido, mis senos descubiertos, mi pelo.

Apenas podía sostener la mirada, eso sí su mano izquierda no paraba de arrancarme los cabellos, en ánimos de librarse de mí. Apretaba sus dientes y entre ellos gemía, gritaba mi nombre, se lamentaba por retar al demonio y partió intentando rezar.

Lo demás ni lo recuerdo, lo demás fue obrar mecánicamente. Tomar la ropa de los dos manchada de sangre hilo a hilo, quemarla en la estufa de leña, sacar las cenizas de esas prendas, regarlas por la huerta. Meter el cuerpo en la alberca, mientras limpiaba el patio; a la par pensar qué hacer con ese cuerpo dos veces más grande que el mío. Volver a la alberca, sacarlo y darme cuenta que estaba más pesado, llevarlo fuera de la casa, buscar el hacha, el machete, un martillo y empezar a romper su cráneo para evitar que sus ojos aún abiertos me siguieran juzgando, luego torturar su cuerpo ya muerto, chuzar con la punta del machete eso que odié, sus brazos grandes, sus piernas largas, su barriga. Paré de jugar y empecé a partirle los huesos, nada era más fuerte que esa mierda. Luego sus tripas, todas ya por fuera olían a sangre y mierda, todo él era una mierda.

Encendí una fogata al lado de lo que ya no era un cuerpo, empecé a tirar allí cada trozo. El sol ayudó a mantener el fuego, debían ser las 12 del medio día pasadas. Yo todavía seguía desnuda, pero si no era fiebre, era el calor de su cuerpo quemante y el clima lo que me hacía querer desprenderme de mi propia piel.

Volví dentro. Revisé todo y lo que tenía al menos un punto de sangre lo llevé a la hoguera. En cada viaje afuera su cuerpo era cada vez más nada. Me lavé la culpa, la angustia, el pelo que era rojo cuando naturalmente siempre ha sido rubio. Y busqué ropa, no me arreglé tanto. Caminé toda la vereda hasta llegar al pueblo, vi en el puesto de carnes a Magola y solo pude preguntarle en mi afán de salvar mi nombre si sabía algo de mi esposo. Su respuesta como siempre fue simple, seca y cargada de amargura:

–Si no sabe usted… niña. Ayer salió de la taberna sobre las once, seguro paró en otro lado y ni se habrá despertado–. Asentó de forma sarcástica mientras me daba la espalda.

Salí de ahí y corrí a la estación de policía, no me atreví a entrar, mas seguí de largo a pasos agigantados, conté 13 calles debajo del río Arzobispo y pensé que al único lugar al que podía llegar para evadir la culpa y sentir compasión era la capilla del convento de Santa Teresa. El cuerpo ya no me daba más, me pesaba, me hervía, me recordaba tu piel asfixiada por la sangre y el calor de una hoguera que no me percaté de apagar. Estabas ahí conmigo, ardiendo en el miedo, poniéndome una cita ante el altísimo, como si fueras un mártir, como si quisieras someterme a confesar mi crimen para descansar en paz.



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