
Mientras los niños lloraban yo sentía que dentro no quedaba rastro de lo que había construido, mis letras estaban mudas, mi música era un quejido empantanado y desdeñado, mi corazón latía por mera simpatía con los hospitales que no esperaban otro paciente más. Las llamadas dejaban de existir y mi memoria seguía anclada al anhelo de pertenecer a otros tiempos.
Con el crujir de la madera que estaba a punto de caerme en la cabeza, se arrullaban mis planes de escapar, de llevarme lejos la vida que podía cargar entre mis brazos, pero la pierna derecha no respondía a mis ilusiones, la tenía tan rota que escuchaba cada pedazo del hueso abrirse camino entre el músculo. Mi mano izquierda había preferido alejarse de mí, porque era ella la que más cerca estaría de él cuando nos fuéramos a la cama. Por fortuna conservé los dientes, todos, grandes, bien puestos, tuve sangre tiñendo mis labios y el cuello, el pelo suelto por varias horas porque el grito había exiliado las diademas y las pinzas, éramos los 90 centímetros de largo y yo abandonados a la brisa del miedo.
Nada, ni nadie iba a saber esto. Mi madre tenía suficiente con el duelo de mi padre, mi hermano era un marica que no iba a salir en mi defensa, mis abuelos pasaban las horas completas en cama, leyendo la biblia, mis hijos quedaron mudos y él iba a seguir siendo el guardián de la jaula, saldría por comida y vino y cervezas, trabajaría como si nada y llamaría a su mamá a contarle que al finalizar la cuarentena compraríamos una nueva casa.
Yo, solo yo derramando el dolor en un poema, enviando señales de humo para que al altísimo se le ocurriera regalarme indulgencias o para que el diablo trajera de vuelta la risa infame del último hombre que me entregó a la muerte.
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