La muerte es esa estría del viento que baila entre el velo de la cortina. Y ahí en medio de aquel vaivén estoy yo de pie, con el pecho frío y erguido, con la corona del miedo encrustada en mi carne, como si se tratara de un órgano más, de un pelo que crece y crece. A la muerte, aún de frente, le he podido decir que no, que no quiero, que tengo planes, que esta tarde voy a hacer el amor o que quedé con mi madre para un café. A la muerte le he cantado con el coro de mis instintos, la he olido a distancia y cuando está sobre mí he podido saborearla y aún así ambas acordamos que no, que después o que se llevará a otro por ahora. A Enrique, a Julio y a Eduardo, a Marcela y esta vez a Luis.
A Luis porque era muy solitario, porque su madre ya había partido, su padre se quiso ir y su hermano nadie nunca lo había extrañado. A Luis porque ya no comía, tampoco dormía, solo andaba por el barrio con la cara llena de mugre, con la presencia que imprime el visaje cuando se hacen las cosas mal y a escondidas. A Luis porque yo ya habría de olvidarlo, porque éramos sólo unos niños, gritando de ventana a ventana, porque los sábados nos pillábamos desde las dos hasta las seis y porque en el lavadero las medias de colegio seguirían sucias mientras destrozábamos carros y comíamos panela.
A la muerte se le ha ocurrido que si esta vez no era yo, tendría que ser Luis, y empezó días antes a tentarme; se metió en mi pecho solo para avisarme que algo andaría mal, martilló con su maullido demoníaco en mi cabeza, me cortó la respiración justo cuando salí a correr por el parque y casi me echa el techo de la casa en la cabeza, solo que yo como siempre la supe leer, le descubrí sus trampas y la sentí cerca, porque cuando supe que a Luis lo habían matado dos cuadras más arriba de mi casa, apenas pude llorar un par de minutos, pensé en su sonrisa mueca de niño, en el olor a humedad de su pelo, en sus manitas sucias y quemadas por una estufa, en los gritos que pegaba y con los que uno no podía entender si estaba jugando o si le estaban pegando, pensé en la noche de velas, en la Navidad y en esos regalos con natilla que mi abuela me hacía llevarle a Luis hasta la puerta de la casa y en seguida su rostro de locura y felicidad.
A la muerte se le ha ocurrido que es más fácil acabar conmigo si empieza por dejarme sola, invadiéndome de recuerdos, alimentando ilusiones cada año y cada que puede me asusta dejando caer el mueble de los platos, cediendo el piso de mi habitación, declinando el techo de la sala sobre mí y mojando los cables de la ducha: Aquí me tienes.
Estúpida muerte que me toca los talones, que baila entre el velo de la cortina y me maúlla por las noches.
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