A mi memoria agonizante, con su candil de deseos hechos idea y fantasía, le ruego me deje cerrar los ojos con plena libertad de hacerlo lenta y sutilmente; yo ya no conservo un cuerpo independiente, no tengo el peso perfecto para soltarme y abrazarme a la gravedad, tengo unas manos que se dedican a sobar mi cráneo duro y gris, estas manos ni siquiera logran sentir el recuerdo de la harina abatida por la lucha entre el agua y el azúcar intentando si fuera posible conservar algo de sí. Manos flacas y rotas, con algunos cortes de los que todavía brotan pequeños hilos de humanidad color rojo. Manos que se disponen al reposo de mis palabras, provocadas e invocadas a existir, así, a la fuerza, a las malas porque alguien las extraña.
Si el eco me abrazara haría inmortales estos gritos escondidos en cada letra, si el eco fuera un artista cantaría una canción al amor y este vendría por mí, me quitaría el peso de la feminidad y me subiría en sus hombros para lazarnos desde arriba a la risa de un bebé que duerme donde nadie encuentra atractivo el vacío.
Estoy un domingo después de la lluvia fingiendo una risa tras la depresión, estoy quieta escuchando a mi esposo y tejiendo esta carta a mi memoria en mi propia cabeza. Los niños llegarán en un rato y probarán sábanas limpias, tal vez los deje tomar un baño antes de ir a la cama y si puedo les cortaré las uñas de los pies, rezaré junto a ellos así yo ya no tenga fe y volveré a la habitación, discutiré con mi marido, dormiré dándole la espalda y sobre la medianoche sentiré sus manos en mis nalgas y sabré que la vida es la rutina de aprender a dejar de existir. Mañana naceré de nuevo con los niños que llegan a este mundo sobre las cinco de la mañana.
Feliz cumpleaños a mí.
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