De los modernísimos y de las causas igualitarias sólo me he ganado los insultos a mi alma noble y supersticiosa. Ahora resulta que debo pelear con mi nula paciencia por la idea de amar. Ya no puedo ser y sentir, ahora me toca suponer e intentar. Ser madre una y mil veces es peor que matar, es un nuevo delito y es la vara con la que miden la inteligencia de las personas, como si la inteligencia fuera igual para todo el mundo, ¡ah, pero claro que lo es! mi pensamiento igualitarista, debe igualarse a las igualdades de aquellos que luchan por ser iguales, ¿acaso nadie les dijo que la igualdad es un discurso barato y diseñado para convencer y persuadir las almas sin vocación inicial?
Hablemos del amor que es quizá lo más común que tengo con los humanistas. Llevo 20 minutos recostada en mi sofá, acabo de tener sexo con el hombre que probablemente es mi amado. Viene tarde de la noche, cuando nadie está en el balcón siguiendo sus pasos, me seduce, nos tocamos, me hace el mejor sexo oral del mundo, me pide que le diga en medio de su orgasmo que es él el mejor en la cama, me hace confesarle que sólo con él siento lo que siente mi sexo. Esta última vez eyaculé en su boca, se tragó mi alma, la que por días estoy tratando de limpiar con mantras inexistentes, no duró mucho tiempo, como siempre, tal vez por su afán y su permanente tic tac del reloj que no marca horas sino citas con ejecutivos y reuniones con maestros. Terminó en mi boca, en mi garganta y ahora supongo que cae como sal en la herida gástrica que por estos días me ha hecho padecer.
Ya siento frío, la luna alcanza a parpadear por la reja de cobertizo que da frente a mi sala, me recojo y me río de su frase final, la de siempre: "dime lo que piensas". Como si diciéndole que me sabe a mierda la vida sin él, pudiera cambiar la fiesta que hace su ego frente a mi mirada torpe, desnuda y helada. Permanezco en ese letargo estúpido que deja el orgasmo, el orgasmo con él. Me siento tonta pero sensual, inocente y malvada, como si mi cuerpo, que cobija exacto su cuerpo, sintiera que es dueño de una fortuna que aún nadie le deja ver. Lo senos me cuelgan como frutillitas, la piel se me hace a la textura de la toalla que él ha puesto en el sofá por precaución, los ojos intentaron llorar, pero lagrimearon por los labios y nadie supo que me quebraba. Él se vistió y se fue.
Esta mujer, que lleva consigo la genética rota de las mujeres sensibles de la familia, que a sus ventitantos años tiene medio corazón a punto de fracasar, que quiere quedarse en casa a jugar a la vanidad de los días más odiados por el feminismo, esta mujer que le planta a su hombre la virtud de hacer con su vida lo que mejor se le acomode, esta mujer que lleva años escuchando la misma promesa de permanecer unidos en el tiempo de alguna ridícula manera, ya no siente tanto, ya no siente nada, ya no espera nada...
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