Cuando tuve que resignarme a perder la partida en un proyecto de vida que creía mío, me di cuenta que no solo con él, se iban los recuerdos, las ansiedades y los propósitos, había algo más que debía acostumbrarme a dejar ir, cuándo ese momento llegaba cada 15 días exactamente, el espíritu se me desangraba, el llanto brotaba a gritos por mis ojos que alguna vez, una primera vez prometieron aferrarse a tu luz.
Cada viernes las manos rasgaban la tierra, era mi cuerpo desprendiéndose de su parte más vital y es que siempre a las malas y por culpa de mi presión descontinuada nos obligaron a romper el cordón que no unía. Cuando naciste no era hora, pero ese episodio de dolor que desgarró nuestra unión me hizo notar que eras la parte de mi ingenua vida que más iba a necesitar, solo así permanecer en paz conmigo, con la razón y con las inconformidades de tu padre, sería más llevadero que incontrolable.
Él me castigó con sus odios, me tocaba solo para repudiarme y en seguida la deuda conmigo se hacía más grande, y no bastándole los golpes que dirigía a mi alma, te llevaba lejos de mi. No imaginas cuán terrible se me hacía la vida, odio las tardes de los viernes. Tu figura engrandecida sobre el comedor no se me pierde, me quiero sentar a tu lado y vivir cada palabra tuya de por vida. No te veo y me acabo por romper.
Hijito, me duele divorciarme de ti y someterte a mis remordimientos. Te amo.
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