Tu sístole y él tan diástole, entrada por salida, abrir y cerrar, dejar llegar, dejar ir, aumento de presión y relajante ausencia. Es la intermitencia del amor.
Entonces había resuelto el tema como siempre, con una carta, pero esta vez la carta era una mera dicotomía, era de un remitente para dos destinatarios:
Logre sacarte, como el oxigeno sale disparado del corazón a rondar por todo el cuerpo. Así como el veneno penetra en la células, te fuiste de aquí. Siento que la lógica de la esperanza es marchitarse cuando empieza la vida y mi vida apenas empezaba.
Tu estabas allí, de brazos cruzados y palabras afónicas, mi mente se alojaba en un espacio marcado por tu nombre y allí muy cómoda la imaginación taladraba el centro de mi espalda. Era imposible no recordar la figura que te hacía hombre, la figura que me atravesó el alma y que me dejó muerta.
Cada tarde que llegaba la hora de tu presencia, era rara, parecía verano pero inundado de lagrimas. Mi espacio en la tierra se reducía a la elocuencia del infierno y mi pesadilla no era arder, era dejarme allí abandonada, suministrándome el suicidio, no como una opción, sino como el placer.
Y volvía la locura, volvía el estado de adormecimiento en el que me dejaste esperando. Tenía el gusto en el centro de la flor y en los labios, arriba y abajo. Bebía del insomnio de nuestra distancia, algo adecuada, sudaba en la cúspide de nuestro glacial.
Era un frío sepulcral, los gritos ya ausentes, dejaban su eco en cada escalón y con el humor de la madera se hacía brillante la idea de permanecer allí, quieta, escondida, atragantada con la supuesta infamia que tuve que inventar, mientras le abría campo a la ilusión.
Me gustaba, me gustaba el amor, me gustaba lamer y me gustaba seguir suponiendo bajo el filo de tu lengua, el paisaje de los dos, expuesto en un salón inundado de telas rojas, livianas y tibias. Era como si el sol durmiera con nosotros y la luna estuviera oculta en ese abismo.
A ti no volveré a gritarte un suspiro.
A ti te amarraré a mi, así no me pertenezcas.
Entonces había resuelto el tema como siempre, con una carta, pero esta vez la carta era una mera dicotomía, era de un remitente para dos destinatarios:
Logre sacarte, como el oxigeno sale disparado del corazón a rondar por todo el cuerpo. Así como el veneno penetra en la células, te fuiste de aquí. Siento que la lógica de la esperanza es marchitarse cuando empieza la vida y mi vida apenas empezaba.
Tu estabas allí, de brazos cruzados y palabras afónicas, mi mente se alojaba en un espacio marcado por tu nombre y allí muy cómoda la imaginación taladraba el centro de mi espalda. Era imposible no recordar la figura que te hacía hombre, la figura que me atravesó el alma y que me dejó muerta.
Cada tarde que llegaba la hora de tu presencia, era rara, parecía verano pero inundado de lagrimas. Mi espacio en la tierra se reducía a la elocuencia del infierno y mi pesadilla no era arder, era dejarme allí abandonada, suministrándome el suicidio, no como una opción, sino como el placer.
Y volvía la locura, volvía el estado de adormecimiento en el que me dejaste esperando. Tenía el gusto en el centro de la flor y en los labios, arriba y abajo. Bebía del insomnio de nuestra distancia, algo adecuada, sudaba en la cúspide de nuestro glacial.
Era un frío sepulcral, los gritos ya ausentes, dejaban su eco en cada escalón y con el humor de la madera se hacía brillante la idea de permanecer allí, quieta, escondida, atragantada con la supuesta infamia que tuve que inventar, mientras le abría campo a la ilusión.
Me gustaba, me gustaba el amor, me gustaba lamer y me gustaba seguir suponiendo bajo el filo de tu lengua, el paisaje de los dos, expuesto en un salón inundado de telas rojas, livianas y tibias. Era como si el sol durmiera con nosotros y la luna estuviera oculta en ese abismo.
A ti no volveré a gritarte un suspiro.
A ti te amarraré a mi, así no me pertenezcas.
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