Estaba sentada en el rincón de un pasillo helado. Ya las cosas habían cambiado el sabor de la tinta y las ganas estaban inundadas en las lágrimas de un placer que parecía ceniza. Ya había reservado un espacio en sus besos y solo debía calmar el asunto en la fila del tiempo. Mi obligación para sobrellevar los desgastes del tiempo, era decirle a mi nuevo pasado el cómo y porqué el final se interpuso en un momento en el que aparentemente había oportunidad. Me arrojé pues a la letra de una carta que empezaba así: Fuiste el sueño de aquella mujer inexistente y la base de ese soldado cansado del viento. Me diste tu mano en un sitio sagrado y me sujete al afán de darte todo, porque era obvio que un día común saldría por la trastienda de lo que construimos. Antes de marchar, ¿podrías acomodarte a mis favores, y ejercer sobre mi la fuerza de una nueva forma de sentir? Y aunque todo el tiempo lo tuvimos para respirar, mi mayor orgullo fue, además de haber tenido todo el tiempo para amart...